sábado, 1 de octubre de 2016

El Recolector de Muertos

En esta ocasión les comparto las primeras páginas de un cuento en proceso...

El agua de la laguna lucía un traje nuevo para mí, desconocido, obscuro, tétrico pienso porque los pelitos de mis brazos se crispan con el solo recuerdo. Esa laguna de aguas transparentes y azules del color del mismo cielo estaba ahora, en la mitad del sueño interrumpido de la noche, convertida en una fosa tenebrosa con las aguas más heladas que he sentido en mi vida. Con las aguas que se habían tragado en un instante el cuerpo de un joven pescador.

Estábamos de vacaciones en una hermosa casa de playa y yo ya había intuido en el primer sumergimiento en sus aguas el placer del peligro en su playa de embudo y piedras volcánicas y aguas tibias. Sentía que esa belleza etérea significaba algo que no podía explicar con palabras. Era más bien una sensación de estar enfrente de la vida y de la muerte. En un solo instante el dolor en los ojos de ver tanta belleza se enredaba inmisericorde con el miedo a lo desconocido. Pero esa primera sesión pasó sin mayores novedades y resultó más bien terapéutica. Luego del baño de esa tarde caminamos por los caminos polvorientos que comunicaban con otras casas de playa y un par de bares que servían guapotes estofados con tomates y cebolla cuyo olor alborotaba la más tranquila de las almas. Miramos enormes árboles envueltos en arbustos que simulaban gigantescas telarañas y semejaban los sauces llorones de las viejas películas que veía escondido en mis tardes de cine.
Cenamos en la orilla de la laguna y platicamos de la vida y del futuro y tú llamaste a los niños para llevarlos a dormir y dedicarnos a otros menesteres cuando escuchamos, a lo lejos, a unos mariachis cantando rancheras de amor a una novia. Yo saqué de mi bolso mi viejo cuaderno de notas y comencé a escribir sobre la puesta de sol y el reflejo del verde embudo en el fondo celeste del agua, y luego sobre un barquito de vela en el que paseaba una pareja de alemanes y que parecía estar en el centro mismo de aquél traslúcido cono de agua que me helaba las puntas de los dedos de los pies.
Dormía profundamente en la mitad de la noche cuando se escuchó un grito de madre que sonó hueco, doliente en el silencio de las horas. Lo vieron brincarse del bote buscando quien sabe que cosas y nadie lo vio salir de nuevo. Tenía veintidós años. Alto, moreno, con la piel tostada por el sol y las manos callosas por el trajín de la manila y el nylon. Cabellos negros y los ojos pequeños de los indios de aquí. Estaba todavía medio dormido cuando salí de la casa envuelto en mi chaqueta de azulón para ver que era aquello que agitaba tan convulsamente el caserío. La madre lloraba desesperada. Su hijo había salido a pescar con dos muchachos más pero sin mayores explicaciones había saltado del bote y no había aparecido nuevamente. En la confusión de la noche uno de los vecinos corrió buscando a don Nacho. Todos se miraron a los ojos en silencio cuando escucharon su nombre y yo me quedé preguntándome de quien sería aquél personaje capaz de dejar en silencio a quince personas alarmadas en el medio de la noche.
Media hora había pasado desde que el grito de la dolorosa madre había sonado en el fondo de mis oídos y ya tú estabas, envuelta en la bata a mi lado, viendo también aquél espectáculo triste de la espera de lo inevitable. Entonces apareció. Era un hombre bastante mayor. Su piel cetrina marcada por profundos pliegues denotaba que los años de aquél viejo eran muchos. El cabello apenas mostraba unas pocas canas y tras escuchar la historia de los  muchachos me enteré que el lugar no estaba más  allá de cien metros de la playa.

El viejo sacó de una pequeña alforja unas hojas oscuras de tabaco que enrolló lentamente  con otras hojas secas que no alcancé a reconocer...

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